lunes, 5 de enero de 2009

EL CUARTO REY MAGO (ADAPTACIÓN)

Luis Pérez Aguado


Cuenta una vieja leyenda que Melchor, Gaspar y Baltasar llegaron a Belén y depositaron sus tesoros delante del Niño, pero él no quiso sonreír. Los Tres Magos, con el sentimiento de que sus tesoros no habían sido apreciados, desaparecían en la ruta hacia Jerusalén cuando apareció el

EL CUARTO REY MAGO

Esta es su leyenda:

Mientras paseaba por el Golfo Pérsico el cuarto Mago vio la estrella anunciadora. Preparó el viaje. Cogió su mejor tesoro: tres perlas blancas como huevos de palomas y partió hacia donde brillaba el astro.

Pero llegó tarde. Ya los Tres reyes Magos regresaban a sus tierras. La estrella había desaparecido. Él llegaba tarde y con las manos vacías, sin tesoros.

Abrió lentamente la puerta del establo donde estaba Jesús, María y José.

Después, anhelante, el rey persa llegó a los pies del Niño y de su Madre: “Señor – comenzó diciendo con palabras temblorosas –yo también te traía mi ofrenda, tres auténticas perlas, pero ya no las tengo.

Me detuve en una posada al borde del camino. La sed y el cansancio me torturaban y la posada era una tentación. Decidí pasar allí la noche. Al entrar observé, tendido sobre un banco de madera, a un viejo que temblaba de fiebre, Nadie sabía quien era. No tenía dinero para pagar sus cuidados. Y lo echarían fuera al día siguiente, si no moría antes.

Señor, ese viejo me recordó a mi padre. Eché mano a la bolsa, cogí una perla y se la entregué al posadero para que buscase a un médico y cuidara al enfermo.

Al día siguiente, seguí mi camino. Yo apuraba mi cabalgadura todo lo que podía para alcanzar a los Tres Magos. El camino seguía por un valle desierto. Enormes rocas se erguían esparcidas como colosos. De repente, me salió al camino una mujer joven, pero pobre. Me tendió la mano mendigante y dijo:

“Peregrino, allí tengo mi choza. Dame algo para comprar alimentos. Mi marido está enfermo. Dame algo”.

¡Oh, Señor! Perdona otra vez. Metí la mano en mi bolsa, cogí una segunda perla y se la dí. Ella me besó la mano y despareció.

Sólo me quedaba una perla. Una sola.

Era más de medianoche. Antes de caer la tarde podía estar en Belén a tus pies si espoleaba mi cabalgadura. Abajo contemplé la ciudad. Los soldados del rey Herodes habían encendido hogueras. Cuando pasaba por una de las calles muy cerca de aquí, una madre huía con el niño arrebujado contra su pecho y un soldado quería arrebatárselo para matarlo. La madre gritaba.

Señor, perdóname por tercera vez. Detuve al soldado. Tomé mi tercera perla y se la dí: - ¡Toma soldado y deja a esa mujer!

La madre huyó como un perrillo escapa de un oso.

El silencio se esparció como una gasa por el establo cuando el cuarto Rey Mago terminó su confesión. Por unos instantes mantuvo la cabeza apoyada contra el suelo. Después levantó los ojos. María miraba a su Hijo.

Jesús se volvió al Rey de Persia. Su rostro se iluminó y tendió sus manos pequeñas a las dos manos vacías del cuarto Rey Mago… y le SONRIÓ.

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