Luis Pérez Aguado
Contemplamos a un niño concentrado en un libro
Mira las ilustraciones. Sus ojos van del texto a la imagen, de la imagen al texto. A menudo lee la imagen, desliza la mirada por el texto, y su imaginación trabaja, crea. También encuentra en el libro las palabras, la lengua que lo comunica y lo engendra en una cultura, encuentra unos temas, unos problemas, unas soluciones; encuentra una belleza más o menos establecida, encuentra una imposición o una libertad...
¿Será este niño uno de tantos que al dejar sus estudios dejaron de leer?
Mientras fue estudiante la lectura había sido concebida como un ejercicio obligatorio, a menudo desagradable; no como una libre actividad que les proporcionaba placer. Se le enseñó la mecánica de la lectura, pero no se le enseñó su verdadera finalidad: poder adentrarse en el inagotable mundo de los libros durante toda su vida. No es el libro un objeto sagrado. No tiene por qué ser portador de verdades culturales absolutas, sino un medio instrumental, un objeto cercano, inmerso en la vida cotidiana para que pueda ser un eficaz medio de relación y comunicación. Debe ser un instrumento para comunicar sensaciones, ideas, emociones, intuiciones, descubrimientos. Supone una posibilidad de relacionar a personas que piensan y sienten una misma cosa, una plataforma para contrastar diferentes maneras de concebir la vida, un crisol donde se concentra y se recoge la experiencia vivida del hombre, donde se pueden plasmar los sentimientos más íntimos, la historia personal más compleja, la epopeya humana.
El papel del profesor para motivar a sus alumnos hacia la lectura y el programa de estudio-trabajo que tienen los alumnos posibles lectores es confuso y, a veces, contradictorio. Se mezcla la obligación del trabajo, del aprendizaje, con el placer de leer, y el resultado será el de la obligación, el del deber de leer. La lectura deja de ser libre, lúdica, para pasar a la obligación de una reseña o al deber de elaborar una ficha.
Evidentemente, entramos en un terreno arduo y complicado. Por un lado está la imposición de cumplir el programa marcado, con lo que se traduce en obligación, en deber impuesto y, por otro, en buscar recursos para que la actividad lectora quede diferenciada de aquella que destila obligación y deber fatigoso.
La máxima frecuentemente utilizada de “aprender deleitándose” no es un tópico engañoso si se reconoce la necesidad del esfuerzo y el valor del trabajo. El esfuerzo puede ser gozoso. El trabajo puede ser emocionante. No obstante, frecuentemente, esto no suele ser así. Se trabaja, se investiga, se explica la realidad supuestamente cierta, pero con frecuencia este trabajo se supone fatigoso, pesado, se estigmatiza con el calificativo de deber. Trabajar es un deber, trabajar es un mal necesario, estudiar es un trabajo obligatorio, un deber necesariamente obligatorio. De esta forma, aprender no resulta una experiencia apasionante ni para el alumno ni para el profesor, sino una obligación impuesta.
El científico, el técnico, el estudiante que encuentra en la ciencia, en la técnica, en el estudio, su pasión, que se emociona cuando llega a la comprensión de un fenómeno a través de la lectura, por estar tratado en un libro, valora y estima el libro que le sirvió como instrumento para conocer lo que les apasiona. Esto demuestra, claramente, que es necesario recurrir a los sentimientos, emociones y pasiones para adquirir el hábito de la lectura. Para promocionar la lectura se debe despertar la sensibilidad, la capacidad de sentir emociones, se ha de despertar deseo. Es por tanto una actividad deseada, no forzada.
La lectura gustada y saboreada gana aficionados. En cambio, las dificultades de una lectura superior a las posibilidades del lector, crea actitudes de repulsa para los libros de calidad, cuando no para toda clase libros. Empeñados en cubrir el expediente educativo, frecuentemente, parece que se tiene prisa en introducir a los alumnos al conocimiento de las grandes obras de la literatura universal. Diríase que se desconoce la existencia de la literatura juvenil. El tema tiene su gravedad, si de estimular hábitos lectores se trata.
La falta de demanda, la carencia de una información adecuada y el desinterés institucional y social pueden ser causas por las que los ciudadanos no encuentren en la lectura esa expectativa gratificadora que impulsa a las personas a hacer uso de un medio de comunicación social. La lectura, que debiera ser la primera forma de ocupación del ocio, no cuenta en nuestra sociedad con una cualificación en la escala jerárquica de valores; no debe extrañarnos, pues, que los niños no acudan a ella en el porcentaje que debieran.
Mira las ilustraciones. Sus ojos van del texto a la imagen, de la imagen al texto. A menudo lee la imagen, desliza la mirada por el texto, y su imaginación trabaja, crea. También encuentra en el libro las palabras, la lengua que lo comunica y lo engendra en una cultura, encuentra unos temas, unos problemas, unas soluciones; encuentra una belleza más o menos establecida, encuentra una imposición o una libertad...
¿Será este niño uno de tantos que al dejar sus estudios dejaron de leer?
Mientras fue estudiante la lectura había sido concebida como un ejercicio obligatorio, a menudo desagradable; no como una libre actividad que les proporcionaba placer. Se le enseñó la mecánica de la lectura, pero no se le enseñó su verdadera finalidad: poder adentrarse en el inagotable mundo de los libros durante toda su vida. No es el libro un objeto sagrado. No tiene por qué ser portador de verdades culturales absolutas, sino un medio instrumental, un objeto cercano, inmerso en la vida cotidiana para que pueda ser un eficaz medio de relación y comunicación. Debe ser un instrumento para comunicar sensaciones, ideas, emociones, intuiciones, descubrimientos. Supone una posibilidad de relacionar a personas que piensan y sienten una misma cosa, una plataforma para contrastar diferentes maneras de concebir la vida, un crisol donde se concentra y se recoge la experiencia vivida del hombre, donde se pueden plasmar los sentimientos más íntimos, la historia personal más compleja, la epopeya humana.
El papel del profesor para motivar a sus alumnos hacia la lectura y el programa de estudio-trabajo que tienen los alumnos posibles lectores es confuso y, a veces, contradictorio. Se mezcla la obligación del trabajo, del aprendizaje, con el placer de leer, y el resultado será el de la obligación, el del deber de leer. La lectura deja de ser libre, lúdica, para pasar a la obligación de una reseña o al deber de elaborar una ficha.
Evidentemente, entramos en un terreno arduo y complicado. Por un lado está la imposición de cumplir el programa marcado, con lo que se traduce en obligación, en deber impuesto y, por otro, en buscar recursos para que la actividad lectora quede diferenciada de aquella que destila obligación y deber fatigoso.
La máxima frecuentemente utilizada de “aprender deleitándose” no es un tópico engañoso si se reconoce la necesidad del esfuerzo y el valor del trabajo. El esfuerzo puede ser gozoso. El trabajo puede ser emocionante. No obstante, frecuentemente, esto no suele ser así. Se trabaja, se investiga, se explica la realidad supuestamente cierta, pero con frecuencia este trabajo se supone fatigoso, pesado, se estigmatiza con el calificativo de deber. Trabajar es un deber, trabajar es un mal necesario, estudiar es un trabajo obligatorio, un deber necesariamente obligatorio. De esta forma, aprender no resulta una experiencia apasionante ni para el alumno ni para el profesor, sino una obligación impuesta.
El científico, el técnico, el estudiante que encuentra en la ciencia, en la técnica, en el estudio, su pasión, que se emociona cuando llega a la comprensión de un fenómeno a través de la lectura, por estar tratado en un libro, valora y estima el libro que le sirvió como instrumento para conocer lo que les apasiona. Esto demuestra, claramente, que es necesario recurrir a los sentimientos, emociones y pasiones para adquirir el hábito de la lectura. Para promocionar la lectura se debe despertar la sensibilidad, la capacidad de sentir emociones, se ha de despertar deseo. Es por tanto una actividad deseada, no forzada.
La lectura gustada y saboreada gana aficionados. En cambio, las dificultades de una lectura superior a las posibilidades del lector, crea actitudes de repulsa para los libros de calidad, cuando no para toda clase libros. Empeñados en cubrir el expediente educativo, frecuentemente, parece que se tiene prisa en introducir a los alumnos al conocimiento de las grandes obras de la literatura universal. Diríase que se desconoce la existencia de la literatura juvenil. El tema tiene su gravedad, si de estimular hábitos lectores se trata.
La falta de demanda, la carencia de una información adecuada y el desinterés institucional y social pueden ser causas por las que los ciudadanos no encuentren en la lectura esa expectativa gratificadora que impulsa a las personas a hacer uso de un medio de comunicación social. La lectura, que debiera ser la primera forma de ocupación del ocio, no cuenta en nuestra sociedad con una cualificación en la escala jerárquica de valores; no debe extrañarnos, pues, que los niños no acudan a ella en el porcentaje que debieran.
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