Luis Pérez Aguado
Recientemente dialogábamos con un grupo de jóvenes procedentes de diversas comunidades autónomas. Coincidían extrañados en la imagen exótica y distorsionada que de las Islas tienen todavía en la Península. Ensalzaban el carácter de sus gentes y la diferencia de paisajes. Lamentaban, sin embargo, la proliferación de anárquicas construcciones y las muchas viviendas edificadas fuera de toda norma estética, incluso sin pintar muchas de ellas, para concluir con la poca atención que aquí se le presta a la arquitectura isleña.
Estas reflexiones venidas de quines nos visitan deberían abrirnos los ojos. No cabe duda que nuestra arquitectura popular está necesitada de protección y de una mano amiga que le preserve de los desenfrenos de la civilización.
No quisiéramos entrar en detalles sobre ese cuadro lamentable que ha sido un constante problema para los canarios debido al alto índice de crecimiento, de la emigración hacia las ciudades turísticas, a la especulación galopante del suelo y las escasas actuaciones de la Administración que nos han dado todos los modelos inimaginables de viviendas, barracones, cuevas, chabolas, autoconstrucciones e, incluso, las construidas con protección oficial; pero sí, en cambio, nos gustaría tener presente a esa casa canaria, de paredes blancas cubiertas de rojas tejas que decoraban hasta tiempos recientes todos nuestros paisajes insulares, armonizados enteramente con las tierras cultivadas y con el medio natural.
En su lugar se levantan hoy casas chatas e híbridas y torres adefesios construidas con un deseo inmoderado de destacar aunque sea en lo antiestético. Toda una agresión al buen gusto, e, incluso, me atrevería a asegurar a la comodidad futura.
Está claro que no sabemos cuidar nuestro propio solar. No somos capaces de razonar con sentido común ante esa avalancha de innovación sin pensar en su conveniencia. Que la tierra, el terreno cultivable, ha sido fundamental en la historia económica de las islas, no hay quien lo dude. Ahí está el esfuerzo titánico de generaciones por ganar un palmo de terreno donde cultivar algo.
Muchas veces nuestra geografía es hosca, pero el hombre canario, que ha luchado siempre con su enemigo interno, su medio, con la tierra que, frecuentemente, no era su mejor aliada. Con una tierra en ocasiones fértil y en otras pedregosa, árida y dura, pero a la que el sudor que la regaba consiguió arrancar su fecundidad. De una u otra forma ha estado la casa canaria, siempre acogedora, humanizando el paisaje insular de manera equilibrada.
Todavía quedan, por fortuna – aunque estos sean escasos – rincones que se resisten al arrollador embate del progreso, si así puede llamarse el afán de destrozar nuestro legado cultural ante los imperativos de la vida.
Por fortuna podemos contemplar casas de paredes luminosas tejadas a dos aguas y pequeñas huertas familiares donde el ritmo lento de los días sólo es roto por el sonido redondo de las campanas de alguna ermita cercana.
Pero, por desgracia, la norma general es el olvido y el abandono, a lo que podemos sumar el grave deterioro ecológico. Cada curva de la carretera puede encerrar la ingrata visión del vertedero incontrolado.
Y el disparate, por desgracia, en lugar de corregirse se imita y se expande. Son muchas las viviendas con posibilidades de reforma interior sin necesidad de modificar su aspecto exterior que armoniza con ese entorno, en boda feliz con el paisaje donde está enclavado.
No estamos en contra de las comodidades ni del progreso, única posibilidad para que no se abandonen las tierras y que el campo no se convierta en soledades de desierto. Pero puede lograrse perfectamente la armonía entre la arquitectura popular y el desarrollo.
Es una lástima que se produzcan tantos desaguisados nutridos por la monotonía del cambio. Se construye fuera de toda norma, se deteriora el medio, se renuncia al paisaje y se crean unas condiciones de vida carentes de la más esencial calidad.
Recientemente dialogábamos con un grupo de jóvenes procedentes de diversas comunidades autónomas. Coincidían extrañados en la imagen exótica y distorsionada que de las Islas tienen todavía en la Península. Ensalzaban el carácter de sus gentes y la diferencia de paisajes. Lamentaban, sin embargo, la proliferación de anárquicas construcciones y las muchas viviendas edificadas fuera de toda norma estética, incluso sin pintar muchas de ellas, para concluir con la poca atención que aquí se le presta a la arquitectura isleña.
Estas reflexiones venidas de quines nos visitan deberían abrirnos los ojos. No cabe duda que nuestra arquitectura popular está necesitada de protección y de una mano amiga que le preserve de los desenfrenos de la civilización.
No quisiéramos entrar en detalles sobre ese cuadro lamentable que ha sido un constante problema para los canarios debido al alto índice de crecimiento, de la emigración hacia las ciudades turísticas, a la especulación galopante del suelo y las escasas actuaciones de la Administración que nos han dado todos los modelos inimaginables de viviendas, barracones, cuevas, chabolas, autoconstrucciones e, incluso, las construidas con protección oficial; pero sí, en cambio, nos gustaría tener presente a esa casa canaria, de paredes blancas cubiertas de rojas tejas que decoraban hasta tiempos recientes todos nuestros paisajes insulares, armonizados enteramente con las tierras cultivadas y con el medio natural.
En su lugar se levantan hoy casas chatas e híbridas y torres adefesios construidas con un deseo inmoderado de destacar aunque sea en lo antiestético. Toda una agresión al buen gusto, e, incluso, me atrevería a asegurar a la comodidad futura.
Está claro que no sabemos cuidar nuestro propio solar. No somos capaces de razonar con sentido común ante esa avalancha de innovación sin pensar en su conveniencia. Que la tierra, el terreno cultivable, ha sido fundamental en la historia económica de las islas, no hay quien lo dude. Ahí está el esfuerzo titánico de generaciones por ganar un palmo de terreno donde cultivar algo.
Muchas veces nuestra geografía es hosca, pero el hombre canario, que ha luchado siempre con su enemigo interno, su medio, con la tierra que, frecuentemente, no era su mejor aliada. Con una tierra en ocasiones fértil y en otras pedregosa, árida y dura, pero a la que el sudor que la regaba consiguió arrancar su fecundidad. De una u otra forma ha estado la casa canaria, siempre acogedora, humanizando el paisaje insular de manera equilibrada.
Todavía quedan, por fortuna – aunque estos sean escasos – rincones que se resisten al arrollador embate del progreso, si así puede llamarse el afán de destrozar nuestro legado cultural ante los imperativos de la vida.
Por fortuna podemos contemplar casas de paredes luminosas tejadas a dos aguas y pequeñas huertas familiares donde el ritmo lento de los días sólo es roto por el sonido redondo de las campanas de alguna ermita cercana.
Pero, por desgracia, la norma general es el olvido y el abandono, a lo que podemos sumar el grave deterioro ecológico. Cada curva de la carretera puede encerrar la ingrata visión del vertedero incontrolado.
Y el disparate, por desgracia, en lugar de corregirse se imita y se expande. Son muchas las viviendas con posibilidades de reforma interior sin necesidad de modificar su aspecto exterior que armoniza con ese entorno, en boda feliz con el paisaje donde está enclavado.
No estamos en contra de las comodidades ni del progreso, única posibilidad para que no se abandonen las tierras y que el campo no se convierta en soledades de desierto. Pero puede lograrse perfectamente la armonía entre la arquitectura popular y el desarrollo.
Es una lástima que se produzcan tantos desaguisados nutridos por la monotonía del cambio. Se construye fuera de toda norma, se deteriora el medio, se renuncia al paisaje y se crean unas condiciones de vida carentes de la más esencial calidad.
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